
Lo siento hijo ¿debí haber hecho más?
- Neurohealth RD
- 31 mar
- 8 Min. de lectura
Darse cuenta que amar no es suficiente, la más profunda reflexión que nos deja la taquillera serie de Netflix: Adolescencia
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Cuando en el último capítulo los padres de Jamie conversan a solas, hay una frase que se queda suspendida en el aire como una sentencia involuntaria. Él, visiblemente confundido, dice algo como: “No lo entiendo… ¿por qué ella es tan distinta? ¿Qué hicimos mal con él?” entonces la madre contesta con una mezcla de tristeza y honestidad: “Los criamos igual a los dos.”

En ese momento, están expresando no solo desconcierto, sino una necesidad casi desesperada de entender cómo, si todo se hizo “igual”, el resultado fue distinto. Pero esa idea, tan común y tan humana, parte de una premisa equivocada: que educar con equidad significa aplicar las mismas reglas, formas de afecto o estrategias parentales a todos los hijos por igual. En realidad, la equidad no se logra con simetría, sino con sensibilidad.
Cada hijo es un universo en sí mismo. Nace con una configuración neurobiológica distinta, con un temperamento propio, y además crece en un contexto emocional siempre cambiante: el mismo hogar no es idéntico cuando llega el primer hijo que cuando llega el segundo o el tercero. Por eso, aunque las intenciones hayan sido las mismas, el modo en que cada niño recibe, interpreta y metaboliza la experiencia de ser criado, nunca será igual. Criar igual puede, paradójicamente, ser una forma de injusticia e invisibilidad.
La crianza respetuosa y los enfoques contemporáneos en salud mental infantil nos han enseñado que los hijos no solo necesitan amor, sino también ser comprendidos en su particularidad. Lo que para uno es un gesto protector, para otro es invasivo. Lo que para uno es una corrección adecuada, para otro es una humillación. La empatía no es dar lo que tú crees que es suficiente, sino afinar la mirada para descubrir qué necesita realmente el otro, incluso si no lo dice con palabras.
Un elemento aún más inquietante, que la serie subraya es que Jamie no era un niño particularmente problemático.
No era agresivo, no era desafiante, no había señales visibles de que estuviera al borde del colapso o del crimen. No había antecedentes que lo marcaran como una “bomba de tiempo”. Y eso es lo que descoloca a los padres —y a todos nosotros— porque rompe el imaginario de que los hijos que terminan haciendo algo terrible “dan señales claras”.
Jamie era más bien un chico tranquilo, introvertido, con gustos sensibles, incluso artísticos. Lo que tenía no era maldad, sino soledad, confusión emocional, y un profundo deseo de pertenencia que lo arrastró a los rincones más oscuros de internet, pero como no era disruptivo, nadie encendió las alarmas.
Esto no es solo un recurso narrativo. Es una declaración ética: los adolescentes no siempre piden ayuda de formas que los adultos reconocen. Jamie no gritaba. No rompía. Solo se aislaba un poco más. Solo se callaba un poco más. Y en esa brecha, el dolor se transformó en algo irreconocible incluso para él.
Esta verdad se hace aún más evidente durante la conversación que Jamie tiene con la psicóloga Briony, cuando expresa lo que sintió con Katie: humillación, rabia, confusión, vergüenza. No busca justificarse. Busca entenderse. No habla desde el cinismo, sino desde la fractura. Y entonces se hace claro: Jamie no era un monstruo, ni un sociópata. Era un niño herido, que no supo qué hacer con ese dolor.
También era un niño rodeado por adultos que no sabían leer su idioma.
Uno de los grandes aciertos de la serie es mostrar cómo los adolescentes desarrollan sus propios lenguajes emocionales y culturales —en especial en el entorno digital— que los adultos no comprenden. Emojis, frases truncadas, interacciones aparentemente inofensivas se convierten en códigos de acoso, exclusión o sobreexposición. Y mientras los adultos creen que “todo está bien”, las redes sociales se convierten en el nuevo espacio de trauma.
La psicóloga que entrevista a Jamie lo evidencia: parte del trabajo clínico con adolescentes hoy implica descifrar esos signos. Leer lo que no se dice. Detectar el dolor detrás de los memes, el aislamiento detrás de los videojuegos, la violencia encubierta en los “chistes” repetidos por WhatsApp. Lo más peligroso no es el silencio en sí, sino que nadie lo escucha.
Pero la dificultad para leer a los hijos no se limita al mundo digital. A veces, el bloqueo ocurre en los gestos más cotidianos, en momentos tan sencillos como un error en un partido. Porque el lenguaje del sufrimiento adolescente también se expresa en la mirada, en el cuerpo, en la manera en que un niño busca —y teme— ser visto. Como cuando el padre recuerda a su hijo fallando en el fútbol y confiesa que, no podía mirarlo, no porque lo despreciara, ni porque se avergonzara de él. Sino porque no quería que Jamie lo viera sintiendo compasión y tristeza al verlo frustrado.
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Hay confesiones que marcan un punto de quiebre en la narrativa de cualquier familia. Cuando un padre reconoce que fue criado con violencia o que no contó con una figura de referencia (porque no tuvo un padre) y que, por esa misma razón, quiso hacerlo distinto con sus hijos, no solo está hablando de su infancia. Está revelando un conflicto ético interno, una tensión persistente entre el pasado que lo formó y el presente que intenta reconstruir. Es una frase que, aunque parezca simple, encierra el drama de toda una generación: hombres que intentan criar desde el amor sin haber sido criados con amor. Padres que rechazan la dureza que vivieron, pero que no saben aún cómo ejercer la firmeza sin dolor.
Desde lo psicológico, esto representa una forma de reparación intergeneracional. Un intento por romper el ciclo de maltrato o autoritarismo que muchas veces se transmitió sin cuestionamiento. Pero también pone en evidencia una dificultad que rara vez se aborda con claridad: cuando alguien ha crecido en un entorno de castigo o represión, es común que, al rechazar ese modelo, termine cayendo en el extremo opuesto: la parálisis frente al límite, el miedo a la frustración del hijo, la incapacidad de sostener el desacuerdo o el dolor del otro sin que se viva como una repetición de la violencia.
Así, el padre que solo conoció la imposición como método, y que se prometió a sí mismo nunca gritar, nunca golpear, nunca exigir de más, muchas veces no sabe cómo enseñar desde la calma, cómo contener sin controlar, cómo frustrar sin herir. Y ese vacío suele manifestarse en lo cotidiano: cediendo cuando no se debe, evitando conversaciones difíciles, o mirando hacia otro lado cuando el hijo muestra señales de desconexión o confusión emocional.
Sin embargo, no se trata de negligencia, sino de vulnerabilidad no reconocida. De una herida aún abierta que opera desde el miedo. El miedo a parecerse al padre que tanto dolió. El miedo a causar un daño sin querer. El miedo a ser rechazado por quien más se ama. Y es precisamente ese miedo el que impide que estos padres sostengan la incomodidad de un límite firme, que corrijan a tiempo o miren al hijo con ternura y compasión cuando falla.
Porque incluso el gesto más compasivo puede ser interpretado —por quien no ha sanado— como una amenaza. “No podía mirarlo fallar”, porque no quería que él viera la pena en sus ojos. No era desprecio. Era amor atravesado por la impotencia. Por la vergüenza. Por el dolor de no saber cómo acompañar sin que se note la herida.
Y aunque hay una escena temprana en la serie en la que el padre ve el video del crimen y se quiebra —llora, gira el rostro, se aleja por unos segundos antes de volver a abrazar a su hijo—, lo cierto es que no es ahí donde todo se rompe. A pesar de lo que ve con sus propios ojos, elige creer. Prefiere la idea de que hay una explicación. Que lo que vio tiene matices. Que el hijo que conoce sigue siendo, de algún modo, ese mismo niño al que abrazó.
La forma en que reacciona en ese momento dice mucho más de lo que cualquier palabra podría decir. Llora, pero no se derrumba. Se aparta, pero no se va. Pide espacio pero pronto regresa. Y al hacerlo, lo abraza. Ese abrazo, en ese momento, es un gesto radical, es un intento de preservar el vínculo en medio de la devastación. No es que no haya comprendido la magnitud de lo que ha visto; es que, aun sabiendo, elige posponer el duelo, aferrándose a la esperanza. Y esa esperanza no es ingenuidad: es protección. Es la última defensa de un padre que no puede aún permitirse caer.

Pero trece meses después, cuando Jamie lo llama desde prisión y le dice que cambiará su declaración, algo se transforma definitivamente. Y no solo porque se confirma lo que el padre ya sabía. La llamada no rompe el vínculo, rompe la necesidad de negar. Los propios creadores de la serie lo han dicho: esa confesión, hecha el día del cumpleaños del padre, es también un regalo. Un permiso para que el deje de fingir que no duele, que no sabe, que todavía hay duda. Es una rendija para que comience a procesar el dolor. Es, en cierto modo, un acto de amor.
Y a la vez, es una señal de crecimiento. Porque Jamie, que al principio miente no por cinismo sino por vergüenza, por miedo, por el caos emocional que no sabe nombrar (típico del adolescente), finalmente encuentra el coraje y la madurez de hacerse responsable. Y al hacerlo, al aceptar lo que hizo le da a su padre la posibilidad de reconstruir desde la verdad, no desde la fantasía. Lo enfrenta con la realidad, pero también le extiende la mano, como diciendo: “Ahora sí puede dolerte. Ahora sí puedes mirar.”
Es después de esa llamada que los padres tienen la necesidad de recordar, analizar y preguntarse, con el alma en carne viva, cómo fue posible. Qué no vieron. Qué hicieron mal. Cómo es que el mismo amor dio frutos tan distintos.
Ahí, en medio de esa conversación sin respuestas, en ese cuarto silencioso donde todo pesa, se hace visible la tragedia que tantos padres temen en lo profundo: que a veces no basta con haber amado. Que incluso quienes quisieron hacerlo mejor, pueden fallar sin saber cómo. Que el daño no siempre proviene de la indiferencia, sino también de las buenas intenciones que no se acompañan de conciencia y presencia.
Lo que queda no es una respuesta, ni una redención, es una grieta abierta entre lo que se quiso hacer y lo que finalmente se hizo. Un espacio doloroso donde habita la conciencia de que el amor, por sí solo, no siempre previene el daño. Y sin embargo, esa misma conciencia también permite empezar a elaborar el duelo, a reconocer lo que no se supo ver, aceptando que incluso los vínculos más genuinos tienen límites.
El padre, al recostarse en la cama vacía de su hijo mientras arropa su pequeño osito y susurrar entre un llanto ahogado “Lo siento, hijo. Debería haber hecho más”, no está pidiendo perdón como quien busca absolución. Está nombrando lo innombrable para un padre: la carga de haber amado y no haber alcanzado.

Porque si algo revela esta historia —más allá de los hechos— es que la paternidad (y, en general, cualquier forma de crianza) implica una tensión constante entre el deseo de protección y la incapacidad de hacerlo del todo. Que hay momentos donde lo único posible es asumir el dolor con honestidad, sin justificación , sin idealización. Reconociendo que el mayor acto de amor no es evitar el sufrimiento, sino tener el coraje de enfrentarlo, de mirarlo de frente, y de decir —aunque sea tarde—: “Te vi, lo lamento y sigo aquí”
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