Pude haber sido yo quien estaba en el Jet Set… y no fui, pero fueron muchos.
- neurohealth21
- 9 abr
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Actualizado: 9 abr
Hay días que quiebran la historia de una ciudad. No con un terremoto, sino con un colapso más íntimo, más cruel: el de un lugar que era casa para tantos, y que de repente deja un hueco en el pecho.

La madrugada del 8 de abril, Santo Domingo perdió más que un espacio físico. Perdimos personas. Muchas. Más de las que alcanzamos a nombrar en voz alta. Más de las que imaginamos cuando vimos los primeros titulares. Aunque sus nombres varían, aunque algunos eran famosos y otros no, todos tenían algo en común: eran como nosotros.
Gente que estaba disfrutando. Que salió A cantar y bailar con Rubby Pérez. A celebrar una noche cualquiera. Porque ese era el sitio donde uno podía ir a ser parte de algo alegre, auténtico, muy dominicano. Un rincón donde la vida se vivía con ritmo, con historia, con memoria. Un espacio que no pedía credenciales, solo ganas de pasarla bien.
De pronto, un temblor, parecía una pelea, ¡no! el techo. El estruendo. El miedo. La confusión. Y luego, el silencio.
Los muertos son lo primero. No hay consuelo posible para las familias. Ninguna explicación es suficiente. Nadie espera perder a alguien así: entre música y concreto, entre amigos y caos. Ningún cuerpo debería quedar atrapado bajo los escombros de un lugar donde antes se reía.
Sin embargo, aquí estamos. Intentando entender. Intentando no quebrarnos con cada nombre nuevo. Con cada historia compartida en voz baja: “era el tío de una amiga”, “trabajaba con mi primo”, “yo estuve allí la semana pasada”. Cada quien encuentra una forma de cercanía. Eso es lo que más duele: que todos podíamos haber estado allí. Porque no era un sitio lejano. Era parte del paisaje afectivo de la ciudad. Todos tenemos una historia, una noche, una canción vivida ahí.
Esa cercanía nos desarma.
Esta no es solo la tragedia de quienes murieron. Es también la de quienes sobrevivieron. Los que aún buscan a alguien. Los que no duermen desde entonces. Los que sienten ansiedad. Los que lloran en silencio porque no saben cómo se llora por un lugar. Por una era. Por todo lo que representaba ese símbolo en la memoria colectiva.
Y también es el duelo de quienes han trabajado en medio del horror, ya sea buscando sobrevivientes, cubriendo la noticia, organizando apoyos. El trabajo de rescate ha sido profundamente humano, incluso cuando había poco espacio para respirar entre el caos.
La labor de los medios ha sido también un ejercicio doloroso: reportando mientras se esperan noticias de un amigo, narrando lo ocurrido mientras temblaban por dentro. Muchos de los que han sostenido el frente lo han hecho sabiendo que podrían haber estado ahí… de no ser por una decisión de último momento. Eso pesa. Porque cuando una tragedia ocurre en un sitio donde cualquiera podía estar, la línea entre el adentro y el afuera se vuelve difusa.
No sabemos si volveremos a ver al Jet Set. Porque ¿acaso se pueden reconstruir décadas de historia, de cultura viva y de encuentros, sin el trago amargo de su última fiesta? Es que lo que se perdió va mucho más allá del cemento, se perdió una parte de lo que éramos como ciudad.
Porque más que un espacio de fiesta, era un símbolo. Un pedazo del alma cultural y emocional de Santo Domingo. Un lugar donde se celebraba la vida al ritmo de la música tropical, donde la identidad tomaba forma y se constataba la unión entre generaciones y clases. Lamentablemente, eso no se reemplaza fácil.
Cuando algo así ocurre en un sitio que uno ha habitado tantas veces, que está lleno de memorias personales y compartidas, el golpe se vuelve íntimo, aunque no hayas estado físicamente allí esa noche. Podrías haber estado. Conoces gente que estuvo. O gente que conoce a alguien que estuvo. La tragedia se filtra por cada rendija de lo cotidiano.
Y lo hace con fuerza. Porque después de una experiencia tan abrupta y dolorosa, el cuerpo y la mente quedan en alerta. Nos volvemos hipersensibles a cualquier señal de peligro.
Surge la incertidumbre frente al estado de otras edificaciones, la sensación de que todo podría colapsar en cualquier momento, y con ella, se instaura, sin que nos demos cuenta, una forma silenciosa de ansiedad. Esa duda persistente sobre si estamos seguros, esa mirada al techo en un restaurante, en una escuela, en un hospital… es una manifestación muy humana, es la forma en que nuestro sistema emocional trata de protegernos después de la exposición a una situación como esta.
También aparece la culpa del “pudo haberme pasado a mí”, un pensamiento recurrente en muchos procesos de duelo colectivo. A eso se suma la rabia, la necesidad urgente de encontrar causas, responsables, algo que le dé sentido a lo que no lo tiene. Y todo eso es parte del impacto psicológico del evento traumático.
Duele aún más porque no hay un “ellos” y un “nosotros”. Los dueños, los artistas, los trabajdores, los asistentes… eran todos parte de ese tejido humano que formaba la comunidad. Ahora, cada nombre que sale entre los fallecidos no es un número: es un vacío.
Es normal sentirse abrumado, confundido, desconectado, incluso culpable sin razón clara. El duelo colectivo tiene esa forma: desordenada, emocionalmente densa, y a veces silenciosa.
Por eso no te sorprendas si no sabes cómo seguir o cómo apoyar a otros cuando te sientes devastado. Solo ten presente que también se acompaña en silencio, estando, validando sin explicaciones.
Decir que con estos nefastos sucesos se cierra una era, no es exagerado. Es la pura verdad. No se trata solo del edificio ni del evento trágico (que ya es mucho). Se trata del fin abrupto de un espacio simbólico que contenía décadas de historia, cultura, relaciones humanas. Ese tipo de pérdidas se sienten en el aire, nos marcan, nos obligan a recordar, pero también a reconstruir a su tiempo, y con mucha compasión.
Mientras tanto, si el cuerpo no duerme, si la mente repite la escena, si la tristeza aparece sin permiso, escúchala. Porque eso también es parte del duelo. No todo se cura con explicaciones. Algunas heridas solo se sanan sintiendo, acompañando y resistiendo con humanidad y con la ayuda u orientación apropiada.
A los que murieron, los llevamos en el alma.
A lo que se perdió, lo honraremos con memoria.
Y a los que estamos vivos… aprendamos a cuidarnos. A sentir. A pedir ayuda si hace falta. Mantengamos las manos unidas ahora que tanto lo necesitamos.
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